Ay reinas, andaba yo escribiendo mi número de teléfono en la puerta trasera de las letrinas de Atocha, cuando sobre mi cabeza cayó, de bruces, una de las entradas más hipotéticamente eróticas, y hetero, de esta sobrevalorada y siempre infecta blogosfera.
Si Cortázar levantara la cabeza, si Klimt o Magritte se quitaran las sábanas de piedra de sus sepulcros, si yo misma, con todo mi glamour, saliera toda maquillada de estos pestilentes retretes que tanto huelen a hedor de macho, y tuviera que escribir una crítica sobre un beso, escrito, y descrito, desde una supuesta irredención, le diría a quien escribe semejante blasfemia contra lo que es belleza, que si ese beso que describe es pecado, entonces yo soy hetero, quiero tener tres hijos, un perro, y una casa en la playa sin amante clandestina.
Oh, y quiero regar mi mierda de jardín un domingo por la mañana, cuando alguien me trae el periódico y leo las necrológicas.
Porque en susodicha entrada la lascivia brilla por su ausencia, el ritmo narrativo que te hace anhelar ese beso se esfuma con la siguiente canción, que es como beber una copa de licor de hierbas sin alcohol tras la promesa de una borrachera monumental.
Y es que el beso de pecado, el auténtico, se lo doy yo a mi efebo, que bebe de mi boca que sabe a su sexo recién lamido, con su prepucio aún brillando, erguido y robusto, como una corona real.
Eso es un beso: se bebe con ansia a sí mismo desde mi lengua: un sabor extraño y a la vez propio. Mi saliva y él, entrecortado, de pura fibra y desespero.
Enamórate de mí, le digo, sabiendo que se asustará: el amor no me interesa, sólo su boca esparciéndose, tan joven, sobre la mía.
Ya sabes, el deseo y el pecado, la ansiedad del amante pretendiendo poseer lo desconocido con la ira de mil tormentos si el beso dejara de existir, si su desnudez no hubiera servido mi boca, si mis pantalones no se hubieran bajado y el dulce dolor no me hubiera atravesado como mil cañones, las entrañas.
A todas luces, reinas, la belleza la pongo yo, el beso sale de mi boca y, nenes, no busquéis más: yo soy el beso hetero que nunca confesasteis desear.
Si Cortázar levantara la cabeza, si Klimt o Magritte se quitaran las sábanas de piedra de sus sepulcros, si yo misma, con todo mi glamour, saliera toda maquillada de estos pestilentes retretes que tanto huelen a hedor de macho, y tuviera que escribir una crítica sobre un beso, escrito, y descrito, desde una supuesta irredención, le diría a quien escribe semejante blasfemia contra lo que es belleza, que si ese beso que describe es pecado, entonces yo soy hetero, quiero tener tres hijos, un perro, y una casa en la playa sin amante clandestina.
Oh, y quiero regar mi mierda de jardín un domingo por la mañana, cuando alguien me trae el periódico y leo las necrológicas.
Porque en susodicha entrada la lascivia brilla por su ausencia, el ritmo narrativo que te hace anhelar ese beso se esfuma con la siguiente canción, que es como beber una copa de licor de hierbas sin alcohol tras la promesa de una borrachera monumental.
Y es que el beso de pecado, el auténtico, se lo doy yo a mi efebo, que bebe de mi boca que sabe a su sexo recién lamido, con su prepucio aún brillando, erguido y robusto, como una corona real.
Eso es un beso: se bebe con ansia a sí mismo desde mi lengua: un sabor extraño y a la vez propio. Mi saliva y él, entrecortado, de pura fibra y desespero.
Enamórate de mí, le digo, sabiendo que se asustará: el amor no me interesa, sólo su boca esparciéndose, tan joven, sobre la mía.
Ya sabes, el deseo y el pecado, la ansiedad del amante pretendiendo poseer lo desconocido con la ira de mil tormentos si el beso dejara de existir, si su desnudez no hubiera servido mi boca, si mis pantalones no se hubieran bajado y el dulce dolor no me hubiera atravesado como mil cañones, las entrañas.
A todas luces, reinas, la belleza la pongo yo, el beso sale de mi boca y, nenes, no busquéis más: yo soy el beso hetero que nunca confesasteis desear.