Enlace: La fiesta, de Javier Rey González
Estoy desolada, hastiada, hundida, perdida, recónditamente olvidada. Necesito escuchar grandes canciones o perderme en alguna isla paradisíaca con algún mancebo de torneado torso, de manos tan rudas como tiernas, que me acunen y me lleven hacia el mejor orgasmo de mi vida, porque la vida es una broma, y como no tengo fuerzas para reírme sólo me queda el consuelo ya ni del amor, sino tan sólo de follar.
Porque jodida me he quedado cuando he leído el infame relato ganador del V Certamen universitario de Relato Corto: Jóvenes talentos Booket, Ámbito cultural, Gaceta uiversitaria, que se convocó a finales de 2007.
El premio eran seis mil jugosos pavos, increíble, y hablamos de Booket, que es de la editorial Planeta. Y más muerta me he quedado cuando he leído quienes eran los componentes del jurado que, a buen seguro, o no han leído semejante atentado contra la estética, o estaban borrachos en mi bar favorito de Chueca, o tenían una envidia tan atroz de quien tenía talento que directamente decidieron premiar la mediocridad.
Porque “La fiesta” es un relato pésimo: lleno de tópicos, de personajes planos, de falta de inteligencia a la hora de plantear la narrativa, de diálogos que rayan lo inverosímil, de arquetipos más artificiales que Latoya Jackson, y encima, para rematar, es una historia moralista de esas que te hacen dar una homérica arcada cuando consigues acabar su lectura tras muchos esfuerzos por terminarla.
Porque he visto películas porno más profundas, y su autor ni siquiera sabe lo que es tener sentido del ritmo.
“La fiesta” pretende ser un homenaje a las historias de Agatha Christie, un recorrido por obras literarias aún más tópicas, ya sabéis nenes, de esas que se estudian en el instituto no sea que le vayan a tachar de excéntrico por leer a autores que no estén en el catálogo de Círculo de lectores de Las 100 obras de la literatura universal, y con un mensaje final en plan “Seven” que pretende desvelarnos, con toda la ampulosa pretenciosidad del mundo en qué consisten nuestros pecados humanos, trazados a través de personajes absurdos donde da hasta risa su incapacidad para describir la frivolidad femenina sin caer en tópicos que, de ser mujer, me harían reírme a carcajada limpia por su vacío, y no de la descrita, sino de quien describe.
Al cerrar ese primer cuento, tuve que tomarme unas sales, llamé a urgencias, me sentí como una Amanda Gris totalmente desprotegida ante un mundo en el que sólo se premia lo malo, se ensalza lo mediocre, y se brinda por el morbo gratuito.
Yo era una frágil ninfa que se había perdido en un mundo de Oz rotundamente pervertido y pérfido donde todo lo grotesco, lo zafio, lo feo, lo vulgar, se premia, se vende como quien regala sugus en la puerta del colegio, y donde la belleza es desterrada a paisajes remotos que se descubrirán, en el más casual de los casos, cuando el autor haya muerto y alguien traicione su testamento.
Si no fuera tan triste me reiría, si no fuera yo misma tan emperatriz y me manchara mis ochenta mejores camisas que no combinan con el rojo putón, me habría suicidado.
Pero como soy una reina, tiemblo de desprecio hasta con dignidad, y quizá hasta me ría cuando el estupor se me haya pasado y el sexo con quien me recuerde a Paul Newman me lleve justo al lado opuesto, donde me pierda en sus ojos, en su torso, y en la infinita dureza de su entrepierna clavándose en todas mis heridas.
Estoy desolada, hastiada, hundida, perdida, recónditamente olvidada. Necesito escuchar grandes canciones o perderme en alguna isla paradisíaca con algún mancebo de torneado torso, de manos tan rudas como tiernas, que me acunen y me lleven hacia el mejor orgasmo de mi vida, porque la vida es una broma, y como no tengo fuerzas para reírme sólo me queda el consuelo ya ni del amor, sino tan sólo de follar.
Porque jodida me he quedado cuando he leído el infame relato ganador del V Certamen universitario de Relato Corto: Jóvenes talentos Booket, Ámbito cultural, Gaceta uiversitaria, que se convocó a finales de 2007.
El premio eran seis mil jugosos pavos, increíble, y hablamos de Booket, que es de la editorial Planeta. Y más muerta me he quedado cuando he leído quienes eran los componentes del jurado que, a buen seguro, o no han leído semejante atentado contra la estética, o estaban borrachos en mi bar favorito de Chueca, o tenían una envidia tan atroz de quien tenía talento que directamente decidieron premiar la mediocridad.
Porque “La fiesta” es un relato pésimo: lleno de tópicos, de personajes planos, de falta de inteligencia a la hora de plantear la narrativa, de diálogos que rayan lo inverosímil, de arquetipos más artificiales que Latoya Jackson, y encima, para rematar, es una historia moralista de esas que te hacen dar una homérica arcada cuando consigues acabar su lectura tras muchos esfuerzos por terminarla.
Porque he visto películas porno más profundas, y su autor ni siquiera sabe lo que es tener sentido del ritmo.
“La fiesta” pretende ser un homenaje a las historias de Agatha Christie, un recorrido por obras literarias aún más tópicas, ya sabéis nenes, de esas que se estudian en el instituto no sea que le vayan a tachar de excéntrico por leer a autores que no estén en el catálogo de Círculo de lectores de Las 100 obras de la literatura universal, y con un mensaje final en plan “Seven” que pretende desvelarnos, con toda la ampulosa pretenciosidad del mundo en qué consisten nuestros pecados humanos, trazados a través de personajes absurdos donde da hasta risa su incapacidad para describir la frivolidad femenina sin caer en tópicos que, de ser mujer, me harían reírme a carcajada limpia por su vacío, y no de la descrita, sino de quien describe.
Al cerrar ese primer cuento, tuve que tomarme unas sales, llamé a urgencias, me sentí como una Amanda Gris totalmente desprotegida ante un mundo en el que sólo se premia lo malo, se ensalza lo mediocre, y se brinda por el morbo gratuito.
Yo era una frágil ninfa que se había perdido en un mundo de Oz rotundamente pervertido y pérfido donde todo lo grotesco, lo zafio, lo feo, lo vulgar, se premia, se vende como quien regala sugus en la puerta del colegio, y donde la belleza es desterrada a paisajes remotos que se descubrirán, en el más casual de los casos, cuando el autor haya muerto y alguien traicione su testamento.
Si no fuera tan triste me reiría, si no fuera yo misma tan emperatriz y me manchara mis ochenta mejores camisas que no combinan con el rojo putón, me habría suicidado.
Pero como soy una reina, tiemblo de desprecio hasta con dignidad, y quizá hasta me ría cuando el estupor se me haya pasado y el sexo con quien me recuerde a Paul Newman me lleve justo al lado opuesto, donde me pierda en sus ojos, en su torso, y en la infinita dureza de su entrepierna clavándose en todas mis heridas.